Carlos, un chico de 13 años asistía a terapia para ayudarle con sus explosivas reacciones cuando se enojaba. En general, era un chico amable, divertido, intrépido y muy sociable. Sin embargo, tenía muy poca tolerancia a la frustración y tenía historial de haber sufrido de bullying por chicos mayores en su anterior escuela. En casa, recibía una crianza con bases sólidas en la disciplina y autoridad ejercida por sus padres, ambos de educación militar.

Durante las primeras sesiones, su terapeuta le ayudó a movilizar y descargar todas las emociones que traía atoradas con respecto a las circunstancias de la escuela anterior y a los nuevos retos que traía un cambio de escuela a esta edad. Realizó muchos ejercicios físicos que le permitieron descargar su enojo. Esto redujo su reactividad y explosiones sustancialmente, pero su terapeuta notó que había sentimientos aún más profundos en los que debía trabajar.

En una sesión, le pasó un lápiz y una hoja y le pidió que la titulara “YO SOY”; le pidió que creara frases a partir de este encabezado. Carlos tomó sus implementos y comenzó a escribir: “Yo soy un chico”, “Yo soy divertido”, “Yo soy hijo único”, “Yo soy el chico nuevo de la escuela”, “Yo soy amigable”, “Yo soy el chico que mis padres esperan que sea”, de repente paró de escribir, se quedó mirando el papel como si no supiera qué más escribir.

Súbitamente, le dio vuelta a la página, la tituló “YO NO SOY” y comenzó nuevamente a escribir, esta vez con más agilidad y fuerza, como si tratara de mantenerse al ritmo de sus ideas: “Yo no soy un llorón”, “Yo no soy una niña pequeña”, “Yo no soy un cobarde”, “Yo no soy un bocón”, “Yo no soy un flojo”, “Yo no soy débil”. Silenciosas lágrimas caían por sus mejillas a medida que seguía escribiendo estas frases que claramente no eran suyas, probablemente había sido todo lo que le habían dicho en su otra escuela o incluso, personas cercanas. Detrás de esta gran máscara de enojo explosiva, se escondía un dolor profundo proveniente de haber sido humillado, subestimado, invalidado.

Solo fue hasta este momento que Carlos empezó a descargar su verdadero sentimiento de fondo y a manifestar su necesidad de recuperar su valor personal, en este momento, las cosas se hicieron más claras para él, su terapeuta y sus padres y pudo empezar su verdadero trabajo de sanación.

Como padres, a veces nos centramos mucho en lograr que nuestros hijos se comporten de determinada manera, tengan sus necesidades materiales cubiertas, y sigan un camino “De bien”, sin embargo, subestimamos las emociones, la conexión, el diálogo. Olvidamos que nuestros hijos siguen el ejemplo de nuestras acciones y no de nuestras palabras, si ven que nosotros hemos construido una armadura para ocultar nuestras emociones y verdadero ser al mundo, para protegernos del dolor y la decepción, ellos aprenderán a hacer esto mismo, lo cual, en la mayoría de las ocasiones, termina siendo perjudicial para nosotros mismo y conlleva un precio alto que pagar. Y tú ¿Qué lugar le das al diálogo y la conexión en tu familia?, ¿Cómo valoras y acompañas las emociones y opiniones de tus hijos?.

Alexandra Parada

Facilitadora del Método Paternidad Efectiva® 

 


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