Erróneamente pensamos que el juego es lo opuesto al trabajo. Identificamos la palabra juego con una actividad frívola, mientras que trabajo, con una actividad seria y con propósito.  Entonces, el trabajo es algo digno mientras que el juego es una mera diversión, pero el juego, ¡Es el trabajo del niño!.

Escuché decir que nuestra sociedad es culturalmente autista y el término me llamó la atención. Culturalmente autista, sí, porque vivimos en una sociedad que tiene dificultad para comprender lo que le sucede a los demás. 

Si pensamos en el niño autista, vemos que no puede percibir lo que otra persona piensa o siente porque desgraciadamente está encerrado en su propio mundo. El Sr. David Cohen en su libro “El Desarrollo del Juego” aclara que aunque el niño autista puede jugar con objetos y moverlos, casi no le es posible jugar de una manera imaginativa, puede saber, por ejemplo lo que son las lágrimas, pero no qué significan.

Y bueno, creo que eso de que seamos culturalmente autistas es especialmente cierto en las grandes urbes donde las personas viven apresuradas y estresadas, una característica de ese estrés es que no les permite abrirse a las necesidades de los demás. Para sobrevivir, se vuelven narcisistas y sólo lo suyo cuenta. Ahora, imagínense el panorama, padres estresados metidos en su mundo de preocupaciones y problemas y los hijos sentados, hipnotizados frente a los medios para que no den molestias. Resultado, una sociedad efectivamente autista.

Al escuchar esto, quizás piensen, ¡Ah!, entonces la solución es meterlos a más clases en la tarde, pero el antídoto es mucho más sencillo, tan sencillo que no me lo van a creer porque no cuesta. Si quieren  niños que sean empáticos, que se  relacionen de una manera sana, tienen que permitirles jugar. Sí, ¡Jugar!.

A través del juego el niño desarrolla su imaginación, aprende a relacionarse, ensaya los diferentes roles de la sociedad y digiere sus experiencias. Recuerdo a un niño que siendo mi alumno en preescolar, perdió por enfermedad a su madre en el verano. Cuando reiniciamos clases, en el tiempo que yo daba para juego libre, el jugaba a que alguien se moría. Le preguntaba a algún compañero, “¿Quieres jugar a que te morías?”. Le pedía que se acostara en el piso y lo cubría con una tela. Todos los niños gustosos cooperaban. Este juego lo repitió varias veces a la semana durante más de un mes. Estaba obviamente digiriendo la muerte de su madre y cuando este proceso terminó, dejó de hacerlo. Esto le ahorró a su padre muchas horas de terapia.

Si lo vemos desde este punto de vista, el juego es un asunto complejo y fascinante. El juego del niño viene a ser una expresión de lo que más adelante llamaríamos arte, literatura o drama. Es una especie de metamorfosis perpetua en donde los niños se mueven de lo imaginativo a lo real y viceversa en esta fascinante experiencia llamada juego.

Preguntémonos… ¿A cuántos adultos nos ayudaría soltar el peso de nuestras cargas cotidianas si nos dedicaramos un rato a jugar?.

Si los adultos recuperamos esta capacidad, seguro tendríamos una sociedad más comprensiva y más feliz.

Rosa Barocio

Licenciada en Educación y Conferencista

 

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